Buenos Aires, Argentina 🇦🇷
Galería Pasto
13.2.2021 ➝ 21.5.2021
Muestra dúo junto a Federico Cantini
Fotos de Florencia Lista
Asistencia de Tato Conte Mac Donell
Nota de Laila Calantzopoulos en Revista Otra Parte
Nota de Tato Conte Mac Donell en Ramona
Texto de Joaquín Barrera
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Adentro de una habitación que nadie habita hay mucha agua concentrada. Son lluvias que llueven al revés, mares espesos que se secan, tormentas feroces que inundan suelos plagados de mica brillante y un río bravo de agua dulce que baña las piedras de su cauce. De una nube quiere caer una gota. El agua es una deidad que asciende misteriosa y, después, llora del cielo.
Es que ese celeste intangible son capas infinitas superpuestas de aire apelotonado, veladuras de lo desconocido, una obsesión sin salida que no tiene comienzo ni final. De un paisaje a una ventana sin cortinas, de una ciudad contaminada a la pureza de un pueblo polvoriento, de la historia del arte a un dibujo animado, de un protector de pantalla de Windows al reto de un maestro de plástica por no cubrir la hoja entera. Los cielos son imágenes repetidas, reproducidas hasta el agotamiento, filmadas en todas sus variantes, impresas en millares de fotografías, pintadas en infinidad de frescos y telas embastadas. Porque el cielo, al final del día, es siempre un protagonista que nunca deja de estar invitado. Adentro y afuera. En lo natural y en la ficción. En lo orgánico y en lo consumible.
Jorge Pomar viene del afuera, de un mundo sin encierros, de una llave colgada en el cuello para patear la calle, de jugar al aire libre y de intentar tocar el cielo con las manos parado arriba de un andamio. Pero también vive en un adentro intangible, en un lugar al que se entra por un tubo cloacal verde, con monedas en los ladrillos, honguitos que te hacen crecer y cactus carnívoros que te quieren comer. Y que tiene un cielo gigante con nubes de algodón pero que también es una escalera de ascensión hacia otros nuevos jugares.
Las obras presentadas en sala dan cuenta de que creció con todas esas contradicciones de finales del siglo pasado, que deambula del rancheo en la vereda al encierro de los videojuegos, de la política de masas a una educación cívica moldeada en tv durante la hora de la cena (o el homo-videns de la videopolítica sobre el que escribía Giovanni Sartori), de los estados-nación modernos y sus símbolos coloridos a la sobriedad estetizada de la geopolítica supranacional, de una generación híper-estimulada por el consumo a la crisis de representación que se rebela tímidamente con imágenes editadas y gestos performativos.
Las banderas – hackeadas, parchadas, adulteradas y resignificadas en una operación callejera que remite al graffiti – conviven con las pinturas de esos cielos abiertos en una sensación de libertad teledirigida y sobre actuada. Están suspendidas, no flamean, no agitan marchas militares ni clarines de guerra. Sólo están ahí, detenidas, quietas, inmóviles, al alcance de la mano, fuera del aura institucional y listas para ser manoseadas. Cuelgan de un cielo que no se ve pero que también podría ser un piso. El espejo invierte nuestros cuerpos y las dimensiones se pierden. En este lugar el cielo se puede tocar y lo sagrado ya no existe. O quizás sólo sea un teatro que presenta una ilusión romantizada de poder, al fin, cambiar el cauce de la historia.
Pero el aire aún está pesado y se avecina una tormenta. Sobrevuelan en el ambiente sensaciones hostiles, ajenas, ensangrentadas. Esas banderas son estandartes de la violencia de un patriotismo estatal siniestro, militarizado y policial. Con el silencio y el aval de los medios y del mercado crece a pasos agigantados la carrera armamentista y bacteriológica y los bloques geopolíticos y los sistemas de poder se mueven como piezas de ajedrez dejando a su lado campos estériles de peones heridos. El agua, contaminada y podrida que sube al cielo, está a punto de crujir. Ronda en el ambiente una angustia sincera de que algo está por pasar pero que nunca sucede del todo. Hay una tensión visible entre el estado de suspensión de una gota que nunca cae, en un vaso que está a punto de rebalsar.
A nuestros costados, sólo hay aire podrido. Arriba y abajo, el vértigo del vacío. Y en el medio, mucha combustión gaseosa que se hace nube y me licúa la vista. Afuera, el caos que construimos. Adentro, una pregunta que desde hace un tiempo retumba en mi cabeza sin parar: ¿Qué hago en un lugar que no tiene piso ni techo?
1 Sartori, Giovanni (1997). “Homo-videns: la sociedad teledirigida”. Editorial Taurus.
2 Esta pregunta pertenece a Diana Aisenberg y formó parte de una de las listas fundamentales que sirvieron de contención afectiva durante la primera parte del 2020 en el MDA.