Buenos Aires, Argentina 🇦🇷
Centro de arte MUNAR
23.10.2021 ➝ 20.11.2021
Muestra colectiva junto a Nacha Canvas y Franco Fasoli
Curaduría y texto por Joaquín Barrera
Producción de Quimera Galería
Montaje por Alejandro Bonzo
Iluminación por Alvaro
Flyer de Nina Kunan
Asistencia de producción de Ignacio Arias y Beatriz Casado
Fotos de Catalina Romero
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En el año 1928 un inmigrante flandés que venía a hacerse la América instaló en Carlos Jáuregui – en cercanías de Luján (Provincia de Buenos Aires)- la Algodonera y Textil Flandria, empresa que se convirtió rápidamente en un proyecto de alto impacto social, económico, deportivo y comunitario. La fábrica, compuesta en su personal por inmigrantes flandeses y por migrantes internos de las provincias de todo el país, proponía en su tejido comunitario formas innovadoras de socialización entre sus obreros con el fin de generar nuevos modos asociativos que incentivaran la producción pero también el ocio y la recreación. Ese trabajo mancomunado y organizado entre los propios obreros pronto se vio reflejado en un sinfín de actividades y desarrollos integradores como la construcción de vivienda social, la revista cooperativa “El telar”, una escuela, un club ciclista, un club náutico y finalmente el Club Social y Deportivo Flandria. Por el acelerado proceso de desindustrialización que vivió nuestro país a fines del siglo pasado la Algodonera cerró sus puertas en 1995. Sin embargo, las instituciones culturales, deportivas y sociales que se desprendieron de Flandria aún siguen en pie, como un símbolo de la lucha de una comunidad organizada.
Esta exhibición reúne a tres artistas (Nacha Canvas, Franco Fasoli y Jorge Pomar) que para producir su obra circulan por distintas ciudades, geografías y paisajes y llevan en sus trazos, en sus paletas, en su poética y en sus modos de producir lo autóctono de cada lugar del que vienen (y también del que provienen), activando recursos de memoria propios de las comunidades que habitan. Los intensos movimientos migratorios, internos y externos, generan afectaciones sobre sus procesos de trabajo, adquiriendo nuevas capas de significantes sobre su propia producción.
A partir de la idea de dividir el espacio en dos formatos aparentemente contrapuestos -por un lado una exhibición más intimista y por el otro una más monumental -las obras presentadas en las dos salas proponen nuevos relatos sobre lo doméstico y lo urbano, sobre los paisajes del adentro y del afuera y sobre los distintos modos de acercarse a la producción de visualidades en el territorio argentino, poniendo especial foco en el gesto sensible de la tradición formal de las prácticas más ligadas a lo artesanal como el textil, el fresco y la cerámica.
Los paisajes que presenta Franco Fasoli en esta exhibición son netamente mundanos y evocan imaginarios de tribus comunitarias de barrio, de la acción, del bardo, de tomar la calle. En el lado oscuro de las salas presenta un recorte de 20 bocetos realizados durante sus más de 20 años de artista del graffiti y del mural. Una pequeña antología fantástica. Casi la totalidad de esos dibujos fueron llevados del papel a la pared en distintas ciudades del mundo. En la sala principal, Fasoli en cambio exhibe una instalación de sitio específico pensada para esta muestra y en donde reconstruye la historia del mural en la argentina. Un fresco que aparenta haber sido extraído de la pared – operación que tiene una historia de detractores y matafuegos en la historia reciente de argentina- es exhibido derrumbándose sobre un andamio. La imagen que nos devuelve el fresco es un poderoso homenaje a la historia del arte urbano local, en donde conviven virtuosos como Berni, Carpani, Soldi, Alfredo Guido con lo contemporáneo de Siquier en el subte así como con la pared de Homeros más grande del mundo del record Guiness.
Nacha Canvas en cambio propone un paisaje de lo incierto, de lo frágil, de lo que arrastra el viento, de lo que amontona el tiempo. O quizás solo sea una certeza, la única posible: cuando ya no estemos más acá y ya no quede nada sólo habrá arcilla, fruto milenario, perenne y precioso de la tierra. En la sala oscura, un plástico contiene restos de pequeñísimos pedazos craquelados del material adherido a una piel que se derrumba y que cae por fuerza propia. En la sala principal, una gran instalación de polvo de arcilla apenas peinada por la artista pareciera evocar a los períodos de formación geológica, a los paisajes de un desierto, a las placas tectónicas, al interior de una montaña. En las paredes, obras realizadas en arcilla cocida pegada sobre tela y levemente coloreadas con pigmentos construye geografías diminutas y fragmentadas que de algún modo se convierten en mapas escolares de provincias, ciudades y poblados inventados, de llanuras y pampas, de mesetas y relieves olvidados.
Las obras de Jorge Pomar son en cambio un paisaje intermedio. Algo así como un limbo entre lo pesadamente mundano y lo armonioso y sereno del mundo espiritual y celestial. En la sala principal, el artista recrea el gesto de tomar las arcadas propias de la arquitectura de Munar para cerrar puertas que abren a otras dimensiones. Esas arcadas textiles son tapias de un lado y cielo del otro, como si fuese una puerta a derribar para poder salir a jugar. En una de sus caras las paredes tienen las marcas e inscripciones de la calle, del barrio, de una comunidad de graffiteros que toma como lienzos a las paredes de ladrillos. Ese gesto de llenar estas tapias de tags de sus colegas es -desde un costado autobiográfico-una evocación a su historia personal y a su modo de ser artista y – desde una mirada global- una forma de construir una genealogía y un boceto de una historia del arte urbano. En la sala pequeña, en cambio, reformula la operación y la sintetiza, presentándonos ladrillos reales forrados en ladrillos textiles sobre unos pedestales de nubes que se elevan hacia otros universos, proponiendo nuevas formas de pensar el vínculo entre la tierra y el cielo.
Flandria es la posibilidad de un país imaginario, de re-crear paisajes nuevos y otras formas de asociativismos. Flandria es la añoranza de un tiempo, una fábrica olvidada, el barrio que nos crió, el sueño de una vida construida colectivamente. Flandria es la infancia que ya se nos fue, la memoria de un pueblo, los recuerdos de provincia, las manos manchadas con arcilla. Flandria es una apuesta, en tiempos mecanizados, por el poder sagrado del oficio del artista.